Domingo 19 de junio de 2016,
noche del Día del Padre, Teatro Marsano: a 15 años de su estreno nacional,
Pilar Brescia, Regina Alcóver e Yvonne Frayssinet se reúnen, desde el 21 de
abril, para una nueva producción de los Monólogos de la vagina. Hoy, el público es reducido, debido a la fecha, y
el ambiente es propicio a la calidez directa y el mensaje cortante que la obra
rezuma. Lo primero que aparece son las palabras “No al feminicidio” proyectadas
sobre vastos lienzos que, a lo largo de la noche, serán a una vez el ecran
pictográfico y el pasaje de transición entre los personajes varios
interpretados por cada actriz en un tour de force innegable de histriónica versatilidad.
En general, Brescia es tierna, Alcóver irónica y Frayssinet descarada, pero el
gran personaje plural que emerge de la actuación en conjunto es una mezcla casi
indecible de honestidad, humor y tragedia que, muy posiblemente, escapa a la
percepción de la audiencia concentrada en los giros y reveses brillantes de una
valiente discusión que se presenta como una farsa genial. Desde la parodia y la
sátira, sin embargo, el mensaje --la gran pregunta, realmente-- de los Monólogos de la vagina se impone con
la espontaneidad de la maestría, lo incuestionable de un profesionalismo ajeno
a lo mecánico, a lo engañosamente epidérmico. Es la razón por la cual, alguien
como quien esto escribe, quizá menos vulnerable al humor corrosivo y feminista
del texto, terminó capturado por un montaje humano, nada maniqueo y
definitivamente en los antípodas de un pasatiempo gratuito de fin de semana.
Además, y principalmente, cuando
una pieza dramática te deja sin la seguridad inmediata de la palabra certera
para explicar tu impresión de ella, y te obliga a enfrentar tus ideas y
prejuicios más íntimos con el espejo de la comedia, es evidente que se trata
de, acaso, el teatro más oportunamente cuestionador que se está realizando en
Lima, Perú. Y es, otra vez, Osvaldo Cattone el sutil demiurgo a quien debemos
tal propuesta, alentadora de una escena que, como quería Shakespeare, logra su
carácter elevado sin perder en absoluto el diálogo con su audiencia. El texto
original de Eve Ensler, uno de los más importantes de la década de los
noventas, exige rigor artístico y sensibilidad respecto del problema humano y
social que constituye su temática. Cattone, como un amante experto, consciente
del reto y de su capacidad para asumirlo, es a un mismo tiempo fiel y novedoso en sus escarceos sustanciales con una pluralidad de personajes femeninos dotados de
sólida interioridad. La disciplina del montaje que orquesta controla hasta la
exuberancia de las interpretaciones, las cuales, de este modo, pueden brindar
la esencia requerida de cada una de ellas, esa verdad incómoda que de pronto es
como una autorrevelación --o la genera-- en el espectador, sin importar aquí
demasiado su sexo… No puedo subrayar suficientemente mi afecto por esa sensación de
control, esa disciplina, ya que el caos de violencia antifemenina y dulzura
violada que encarnan el trío de actrices en calidad de víctimas históricas y
reivindicativas de sus derechos personales, clamaba por un cauce de tal
naturaleza para darle forma y comunicarlo efectivamente en sus más distintos
niveles.
El motivo central para el éxito
de esta nueva producción recae, probablemente, en la lúcida inventiva a través
de la cual el director ha sabido adaptar la totalidad del discurso de Ensler a una
comprensión local y a la realidad de la mujer en la sociedad peruana. Una
experiencia universal que se vuelve familiar (en el sentido de cotidiana) para
echar luces sobre la naturaleza humana, igual en todo el mundo. Por eso, y
felizmente, el montaje es cercano e íntimo, abstracto y al mismo tiempo
completamente asible mediante la compasión y la empatía como sentidos
privilegiados. Feminista, sin negar en ningún momento los derechos de su
audiencia masculina, sino clamando por una paz muy necesaria hoy en día. La
precisión perfeccionista de los recursos técnicos (luces intensas o tenues de
acuerdo con el tono respectivo, imágenes acuáticas y sonidos musicales o estridentes
que ilustran las circunstancias vividas en la sensibilidad de las
protagonistas) complementa el corazón partido en tres de los Monólogos de la vagina, esas actrices excluyentes encargadas de
transformar al espectador en un ser más consciente de la trama que nos une. Los
múltiples roles que interpretan Brescia, Alcóver y Frayssinet coronan el
difícil equilibrio de una pieza que, como todas, debe lidiar con lo
impredecible de las pasiones humanas, y aun más que otras, dadas sus
características de elenco y personajes (en otros montajes, hay tantas actrices como roles a personificar). Si me detengo en el rubro específico
que estamos observando, el de la actuación --el más importante en las tablas, y
algo que me entusiasma personalmente--, será inevitable que constatemos el
triunfo de una labor conmovedora sin disfuerzos, sincera sin ambages,
encantadora sin fisuras. Al menos este Día del Padre, y como lo demás, pero tan
principalmente, el trío de heroínas de Cattone brilló en un espectáculo
generoso, teatral pero no artificioso. Las tres lucieron en conjunto y respectivamente,
su técnica virtualmente invisible, los personajes aflorando distintamente en
cada episodio, tras, a veces, cada cambio de ropa o salida y retorno al
escenario, en una coreografía impecable cuyas alternancias subrayaban la
armonía entre las actrices, y su química con el público de todas las noches,
tan diferente de sí mismo. Pilar Brescia estuvo sensacional en el episodio de
la mujer golpeada por la violencia sexual de los hombres, cuyo
autodescubrimiento encuentra en los brazos de otra mujer. Regina Alcóver
resultó tan impactante en su reflexivo retrato, rico en matices, de un sector de la clase
media limeña, desde su acento hasta sus gestos y su caracterización en pleno,
que fue una auténtica delicia poder apreciarlo. Yvonne Frayssinet fue quizá mi
favorita; su encarnación de una profesional del placer constituyó una
revelación tan cómica como consustancial a la propuesta político-sexual de Ensler,
el estilo asertivo --¿agresivo, dirán algunos?-- de la protagonista uno de
los puntales del montaje. Recuerdo haber deseado al inicio que Brescia --una
maravillosa actriz de quien estuve enamorado platónicamente en mi niñez-- estuviera
más próxima a la zona de la platea donde yo me hallaba, en lugar de Frayssinet (que era la
más cercana, siendo Brescia la más apartada y Alcóver ocupando la silla de en
medio, en general); pues, en cierto momento, tal vez entre la memoriosa
viejecita o la mujer con lágrimas conmovedoras de Alcóver, y la resiliente
víctima de violación de la guerra en Bosnia también incorporada por la sorprendente
Frayssinet, olvidé todo eso, aunque la suave femineidad de Brescia --su belleza
rubricada por una voz de bálsamo-- fue para mí como el pegamento que sujetó
cada parte en su propio lugar.
En suma, los Monólogos de la vagina es una producción variada y
satisfactoria desde tantos puntos de vista, con la gracia única que poseen las admirables labores dramáticas.
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